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domingo, 29 de abril de 2012

Con el pecho en eternas fechas festivas.



Me cobijo bajo las mantas y los truenos. Bajo las gafas de leer y la coleta mal hecha. Con la cara lavada y el alma sucia. Tecleando inútiles ideas de cabezas paranoicas. La vecina grita, el ascensor baja y mi tensión sigue subiendo. Los libros entreabiertos cubren el desorden, las cortinas ya no sirven de escondite. La radio pierde sintonías y mi sensatez, esa, también. El polvo tapiza las estanterías, las fotos, las evocaciones de besos dados y sin dar. El teléfono ya no saluda ni tampoco se despide, mi lengua ya no se desgasta con juramentos en arameo. La cólera ha venido dispuesta a quedarse. Reina de corazones sin amor, sin caballero. Con la cama desecha y la corona empeñada. 
Y que no. No hay cuentos que prevengan ese final. 
Y las maldiciones se duplican, se triplican en busca de justicia terrenal. Justo al empezar de cada día, de cada amanecer nublado. Como la hora de regreso de las prostitutas, los yonkis y los corredores de juergas. Como la hora feliz de los borrachos. 
Las desgracias deben tener horarios de desgaste. Que se lo digan a las lágrimas saladas, a los puños cerrados, a los ojos transitados de rabia. Porque a estás alturas reinventarse ya ha pasado de moda. Y suena lejano dentro del mismo agotamiento. Agota, más que otra cosa, estar agotada. Y cansada del cansancio. 
Dependiente exclusiva de la luz apagada, las canciones sin traducción, y la amistad fiable de mi edredón. 
Con las sienes repletas de planes malavenidos y confusiones vitales.
Con el pecho en eternas fechas festivas.

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